A la báscula
Tenía razón Lalito
Julián Parra Ibarra
Hubo una vez en un pueblo
muy, muy cercano, un pequeño personaje que toda su vida soñó con ser el
reyecillo de su pueblo muy, muy cercano; aquél sueño lo había heredado de su
padre que igualmente lo abrigó toda su vida, pero que nunca pudo alcanzarlo. Y
cuando nuestro personaje lo logró, ya se le había olvidado para qué quería ser
reyecillo. Como no sabía para qué era
que quería llegar hasta el trono, jamás respondió a las necesidades de su
pueblo que en él habían depositado las ilusiones de hacer resurgir a aquél
pequeño territorio que había caído en desgracia. Malgastó el tiempo y los
recursos recaudados entre los habitantes de aquel pueblo muy, muy cercano, que
terminó más hundido de lo que se encontraba cuando aquel pequeño personaje
asumió el trono.La ciudad muy, muy cercana se convirtió en un caos porque el reyecillo jamás le prestó atención y su territorio se volvió uno de los más violentos de aquél país que de manera general se estaba ahogando en sangre.
Dejó en manos de sus súbditos, la mayoría de ellos con hambre y ansias de hacerse de los dineros del erario ante la complacencia del reyecillo, por lo que la falta de recursos provocó una negativa reacción en cadena: escaseó el agua, faltaron las obras, se degradaron los servicios primarios, la ciudad se inundó de basura y obscuridad, transmitiendo una apariencia de descuido, de suciedad, que se complementó con el escenario de la violencia.
Pero a aquél reyecillo nada de eso le importó, porque su tiempo lo dedicó a pasear en otros reinos, a donde se hacía acompañar de una completa corte de princesas, algunas de ellas extranjeras, que le eran conseguidas por su principal bufón, que de esa forma lo mantenía contento y se ganaba su confianza para poder llenarse sin preocupación de oro los bolsillos.
Hábil como era para elucubrar puesto que no invertía su tiempo en trabajo ni en planes ni proyectos para su pueblo, encontró la forma de agradar al rey de aquella gran comarca, y tal como lo planeó lo llevó a cabo, que poco antes de dejar su pequeño trono, se jactaba aunque con términos muy peyorativos y corrientes, de ‘a mí no me van a hacer nada’, ‘conmigo no van a poder’, ‘soy mejor que todos’. “A mí no me van a hacer nada, a mí me la van a pe…”, decía.
En un acto de sobrada soberbia en su pequeño palacio, presumió que él tenía ‘bien agarrado’ al nuevo rey de aquella vasta región, que acababa de asumir al trono que había encontrado saqueado, lo que le impedía iniciar con decoro su reinado, pero nuestro pequeño personaje había restado oro de las arcas de aquél pueblo muy, muy cercano –eso lo decía a todo aquél que quisiera escucharlo-, para agradar al rey al ayudarle a resolver los problemas del inicio de su reinado.
“De no ser por mí”, presumía, “el reino no habría podido empezar a funcionar”. Por ello, aseguraba poco tiempo antes de dejar su pequeño trono, el rey de la comarca jamás se atrevería a reclamarle el caos en que había sumido a su pequeño pueblo muy, muy cercano. Y lo que es más, aseguraba que cuando él lo quisiera, el rey tendría que incluirlo entre los miembros de su corte.
Todavía más jactancia: un día de visita por su pequeño palacio me contó que había empeñado las riquezas de su pueblo para entregárselas al rey de la comarca, y por ello, tenía asegurado su futuro y el rey no tendría más remedio que ceder a sus caprichos por tanta ayuda recibida.
En medio del repudio de su pueblo, aquél reyecillo abandonó el trono para irse en silencio a disfrutar de sus riquezas, viajando por otras comarcas, reinos y países, pero presumiendo que un día regresaría porque tenía ‘bien agarrado al rey’. Y como si hubiera sido una profecía de magos y hechiceros, un año después de haber partido de aquél pequeño pueblo muy, muy cercano, aquel pequeño personaje regresó a la comarca sigilosamente y entre las penumbras, sabedor de la procura que había hecho del repudio de su gente, de su pueblo, del que provocaba el vómito con su sola presencia.
El hombrecillo aquél pese a su baja estatura física y moral, de regreso en la comarca exigió su lugar en la corte; se dio el lujo de elegir en cuál de las sillas sentarse y rechazó las que sabía que le exigirían esfuerzo, trabajo y responsabilidad, evitó tocar las sillas cercanas al rey porque, afirmaba, el rey tenía la debilidad de trabajar en demasía y exigir lo mismo de sus hombres más cercanos lo que él no estaba dispuesto a hacer porque sus favores le habían ‘comprado’ buenas posiciones sin el mínimo esfuerzo.
Finalmente encontró una silla que se le acomodaba como anillo al dedo. Se fue de embajador a la capital de todas las comarcas del gran reino. Lejos, decía, de las exigencias de trabajo y responsabilidad del rey, pero también –platicaba con sorna-, para no estar cerca del mal humor que a veces acompañaba al rey, y que lo descargaba entre todos los miembros de su corte.
Feliz y sonriente el hombrecillo aquél montó en elegante carruaje para partir a la capital de todas las comarcas, para instalarse en aquél palacete desde el que podrá mantener su acostumbrada vida viajes constantes con princesas de otros reinos y hasta de otros países.
Dado que su apariencia pequeña y su regordeta sonrisa parecían ser inofensivas, mucha gente de su pueblo muy muy cercano, cuando lo escuchaban vociferar sus habilidades para conquistar la confianza del rey de la comarca, le juzgaban de iluso y les parecía que sus palabras eran más un desplante de su acostumbrada soberbia, les parecía que más bien eran bravuconadas para hacer parecer que tenía un poder y un control sobre el rey, que éste jamás le permitiría que ejerciera.
El tiempo, sin embargo, demostró que aquel hombrecillo no alardeaba, que no eran balandronadas aquello que decía que tenía ‘bien agarrado’ al rey. El tiempo –y los hechos- se encargaron de demostrar, tristemente, que tenía razón, y que sí era real lo que él había dicho durante mucho tiempo.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
laotraplana@gmail.com Twitter: @JulianParraIba
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